Tú no me conoces. Yo no te conozco. Hay fotografías que prueban que tú tienes rostro, que yo tengo rostro. No tengo razón alguna entonces para contarte esta historia, pero quiero contar esta historia y quiero contartela a ti.
Las ventanas están cerradas y las cortinas están cerradas. El calor de la tarde desfigura las paredes, que son blancas. En la habitación hay una mecedora, ropa desparramada en el piso, una cama con mantas, una mujer y nada más. La mujer está desnuda y cubierta con las mantas. El sudor recorre sus contornos y hace charcos en el piso de barro. La sangre recorre sus contornos y se mezcla con el sudor del piso. La mujer delira y gime. El pecho, exaltado, sube y baja con movimientos violentos, irregulares. Sus pupilas dilatadas arrojan miradas furtivas a la ventana del balcón. Sus oídos furiosos perciben sonidos que no existen: pasos, timbrazos, persianas que cierran, persianas que abren, portazos, susurros, aullidos. La mujer se lame las llagas de las manos, de los brazos, de los hombros. Se muerde los labios. Y gime y grita y contiene la respiración. (Respira).
Cuando suena el timbre y abro los ojos y bajo a abrir la puerta sin preguntar quién, porque estoy esperando una cosa (y espero que sea lo que espero, detrás de la puerta), sé que debo ignorar los sueños que ya había soñado y que ya había comprendido, porque los recuerdos son el cielo protector de los ojos escandalizados por el presente.